Eraldo Peres (AP) El presidente Bolsonaro llega sin mascarilla, el martes, a una reunión sobre las vacunas del coronavirus en Brasilia.
Una de las señas de identidad del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, es que habla claro, sin los eufemismos típicos de los políticos. Siete palabras le bastaron este martes para describir la situación económica: “Brasil está quebrado, no logro hacer nada”, bramó ante sus seguidores. La mayor economía latinoamericana padece una profunda crisis fiscal, intensificada por las cuantiosas ayudas que el Gobierno inyectó en los bolsillos del tercio más pobre de la ciudadanía y en las empresas en cuanto empezó la crisis del coronavirus. Bolsonaro y su Gabinete estrenan 2021 con un enorme agujero en las cuentas públicas que reduce al mínimo su margen de maniobra.
El ultraliberal ministro de Economía, Paulo Guedes, ha puntualizado que el problema está en el sector público. La deuda pública cerró 2020 con una cifra récord, en torno al 100% del PIB, según el Fondo Monetario Internacional. Es decir, mucho más que cualquiera de sus vecinos latinoamericanos (salvo Argentina) y en línea con EE UU o algunos países europeos. El Estado brasileño venía de acumular deuda. Rondó el 90% el año pasado. La súbita llegada del coronavirus dinamitó la tímida recuperación y todas las expectativas. El déficit se ha disparado hasta el 11,7% del PIB, también récord.
Dentro del Gobierno existen discrepancias sobre la estrategia para afrontar la endiablada situación con la inflación al alza y el real desplomado frente al dólar. El ministro Guedes quiere retomar la agenda de reformas económicas mientras los militares apuestan por priorizar la expansión del gasto para reactivar la economía que, tras el espectacular boom de las materias primas, pasó por una recesión y siguió renqueante hasta el zarpazo de la pandemia.
El nuevo año ha traído en Brasil el fin del estado de calamidad nacional, con la consiguiente reinstauración del techo de gasto, junto a recortes. Se acabaron las ayudas de emergencia a los que perdieron sus trabajos informales con la pandemia (600 reales mensuales, 110 dólares, al principio; luego, la mitad).
Mientras los brasileños más ricos disfrutan de las vacaciones veraniegas, 48 millones de pobres recibieron en diciembre la última paga que ha permitido a sus familias sobrevivir estos meses gracias a uno de los programas más generosos del mundo contra los efectos de pandemia. Más de 77.000 millones de euros ha costado a las arcas públicas. El fin del subsidio coincide con un aumento de muertes por coronavirus, y restricciones, con lo que la situación tiene potencia explosiva.
Bolsonaro hizo esas declaraciones -exageradas según los especialistas en economía- justo el día de su vuelta al trabajo tras 17 días sin agenda oficial y unas vacaciones en la costa, con chapuzón playero y chiste negacionista incluidos. El presidente volvió a culpar a la prensa de “potenciar el (impacto del) virus”. Vista la repercusión de sus palabras, este miércoles ha dicho que Brasil “está de maravilla” además de convocar a su gabinete para hablar de números. El martes abordaron la vacunación, pero siguen sin fijar fecha.
El golpe del coronavirus en la economía de Brasil ha sido menor que en los países de su entorno gracias a la lluvia de reales públicos. El Banco Mundial ha estimado este martes que en 2021 la economía crecerá el 3%, pero el desempleo aumenta veloz (14%) y la inflación cerró el año con un 4,2%. Al volver al despacho Bolsonaro atribuyó las altas cifras de paro (para los niveles de Brasil) a que “una parte considerable (de la población) no está preparada para hacer casi nada”.
La caótica gestión de la pandemia es un obstáculo. Las autoridades confían en que la vacuna llegue en enero pero certezas, ninguna. Por eso las perspectivas son malas. “Me preocupa mucho el comportamiento del Gobierno, que no está sabiendo planificar la vacunación. Este año, la vacuna es el principal instrumento para generar empleo y hacer que la economía crezca”, decía el especialista en finanzas públicas Guilherme Tinoco hace unos días a Folha.
El Gobierno todavía no ha logrado aprobar un presupuesto para este año. Pero como el anterior, casi todo el dinero público está ya comprometido: irá a pagar las pensiones y los salarios de los funcionarios. “El recorte de los gastos discrecionales para cumplir el techo de gasto tendrá que ser tal que solo quedarán dos opciones: romper el techo o el riesgo de shutdown (suspensión de servicios)”, según Felipe Salto, del Instituto Fiscal Independiente, informa Heloísa Mendonça.
Las jubilaciones son una enorme carga prácticamente insostenible que se debería ir aliviando gracias a una reforma aprobada el año pasado, el gran tanto político del primer año de Bolsonaro. Entre otras medidas para recortar alguno de los privilegios de los más favorecidos, implantó una edad mínima de jubilación.
La reforma de las pensiones era parte de un ambicioso paquete de liberalización económica que con la epidemia pasó a un plano secundario. Incluía privatizaciones, pero transcurrido la mitad del mandato de Bolsonaro ni una sola empresa pública ha sido vendida. La prioridad del Gobierno, que ganó las elecciones con la promesa de adelgazar el Estado, pasó a inyectar dinero público para mitigar el desplome económico.
Reformas fiscales y de la administración
El Congreso tramita lentamente sendas reformas, fiscal y de la administración, pero las expectativas se han enfriado. Conllevarían coste político y Bolsonaro ya tiene la vista puesta en la reelección. La fiscal pretende simplificar el barroco sistema vigente que incluye seis tasas al consumo. Es el país del mundo donde una empresa necesita dedicar más tiempo a pagar los impuestos: 1.500 horas al año, según la OCDE. Eso son 62 días completos. El triple que la media del club.
El equipo económico de Guedes insiste en que las reformas estructurales y las privatizaciones son cruciales para recaudar más. Eso permitiría aliviar las múltiples necesidades, las inmediatas de la crisis sanitaria y las crónicas de la pobreza. Paradójicamente, las ayudas de emergencia contra el coronavirus han reducido a mínimos la extrema pobreza y la pobreza a secas, pero será un efecto efímero porque ahora que las ayudas han terminado el rebote va a ser dolorosísimo para millones de pobres. Basta salir a la calle para ver cómo han proliferado en las últimas semanas las familias que piden dinero para comer.
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